miércoles, 6 de agosto de 2008

Retrato

Se había estado pintando los labios, de seguro, porque los tenia de un extraño color carmesí.
La lluvia, que resbalaba por su espalda y desteñía sus ojos, cada vez más intensos, mojaba su cabello, dejándolo aglomerado y desteñido bajo el ácido implacable.
-Dios- dijo con una voz irresistible, devastadoramente incansable, de una lucha en vano y sin lugar en ese tiempo.
Se mordió, insegura, el labio inferior, arrebatándole el rubor a aquellos trazos perfectos y delicados, que suavizaban su rostro impúdico.
Me miraba con ojos descorazonados, como esperando una gran noticia, un te amo, un no me dejes, un no puedo vivir sin ti.
Pero a mi no me salían las palabras, estaba lánguido en aquella esquina, congelado por un segundo que daba señas de ser eterno. Con las manos en los bolsillos de aquella chaqueta de gamuza, aquella prenda que me robaría unas anécdotas, aquella prenda que me regalaba burlas en la oficina.
Buscaba algo, claro, no era que no supiera donde meter las manos. Sabía, sabía yo que bien la pude haber abrazado, cogido entre mis brazos sin el menos esfuerzo, y besarla apasionadamente bajo la lluvia, como en esas películas que solíamos ver los viernes nublados, en el departamento antiguo que ella llamaba retro a modo de consolación.
Si, buscaba, hurgaba en mi bolsillo izquierdo como si se me fuese la vida en ello, las palabras de ella, su mirada inquisitiva, esos cristales celestes que brillaban milagrosamente en aquella oscuridad, perdieron total sentido para mi.
Recuerdo bien que la llegue a mirar con pesadumbre y fastidio: Porqué no se irá.. Porqué ha de seguir aquí, que inoportuna.
Buscaba, claro, un papelito, una pequeña bolita de papel que estaba atrapada en una costura mal lograda, adentro de la chaqueta.
En un comienzo la busqué por nervios, al meter mi mano allí, pero poco a poco comenzó a ser un asunto serio, un impulso impetuoso que necesitaba atención, y ya no solo atención, sino toda la que podía entregar.
La miraba con ojos inocuos, completamente vacíos.
Ella debió notarlo, porque inclinó ligeramente su frente hacia mí, sin bajar la mirada, hasta hacerla casi insostenible. Casi.
Yo no podía estar ahí parado más tiempo. Era suficiente, había perdido totalmente el hilo de la conversación y no recordaba con cordura porqué estábamos varados en aquella esquina húmeda, bajo esa llovizna rancia y rodeados de neblina que invitaba a ser mal afortunado.
No entendía y, eso, me estaba poniendo de mal humor.
Veía su cara ridícula, esperando algo imposible, una frustrada mueca de aceptación, un gesto grotesco de clemencia irracional.
De pronto bajó la mirada y relajó las cejas. Levanto su rostro humillado y clavó su alma en mis ojos.
En ese momento no la miraba ya a ella…Eran dos ojos que me amaban, la calle y yo, vestido de idiota, con las manos en los bolsillos de un yérsey desarreglado, buscando una patética pelotita de papel vieja, seguramente un recibo o un residuo de pañuelo usado.
Me vi minúsculo e inmaduro, la vi tan sincera como nunca la había visto en mi vida. Sus pupilas dilatadas me cortaban, me trizaban el rostro, partían mis labios, quebraban mis ojos. - Ven, salgamos de aquí- le dije con el tono más varonil que pude articular.

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