miércoles, 6 de agosto de 2008

+

Bajaba la tinta por mi mano, convirtiendo la áspera piel en sangre impúdica, que se burlaba de mí a borbotones y que colonizaba lo único que me pertenecía: Mi mano. Esa única mano.
Y ahora yacía atormentada, bajo un sueño aparente, desvergonzada bajo el sol ardiente, desnuda, transparente, calcinada.
Sobre todo, moribunda.

- Mierda.
Arrojé el tintero infame y me levanté hasta el lavadero de madera putrefacta, de agua resbaladiza e impregnada de olores, a la cual calificar de incolora era una falacia sublime, casi osada.

- Mierda.
Se preguntarán si mi vocabulario se ha adueñado de esa palabra, y sí, desde ahora “mierda” es mía, me la he apropiado y me pertenece, ya mucho más que “hola” y “vamos”.

La llave no funcionaba; giraba sin sentido alguno sobre un eje enfermo, egoísta, que estrangulaba hasta la última gota del primer indicio, bloqueaba mi esperanza, alimentaba mi frustración, yo, mirando con ojos fascinados e insolentes, aquel sublime momento en el que la vida nos juega una racha de disconformidad, como para decir, eh, que no viven solos aquí, que yo nací con y por ustedes, no me salgan con que dioses somos todos y aquí me mando sólo.

Creerse Dios es el peor pecado en este cielo infernal, y yo iba en ese sendero, acariciando cada oportunidad que tenía para pensar en lo que iba a hacer, en lo que iba a ser, en cómo mofarme de aquellos homófonos, en como darle vueltas a la vida, como si de una humilde piedra se tratara, y el mar fuese mi dominio.

No hay comentarios: